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EL SIGLO DEL JAZZ EN EL CCCB DE BARCELONA

EL SIGLO DEL JAZZ EN EL CCCB DE BARCELONA

El viernes me fui a Barcelona y dormí en el Hotel Marvi. Trabajé ayer y esta mañana en la biblioteca del Centro Aragonés, mano a mano con Cruz Barrio: repasamos la historia de ese espacio, fundado en 1909, del Orfeón Goya, del grupo de montañeros, del monumento dedicado a Goya (que iba a hacer Angel Orensanz e hizo al final, en 1982, José Gonzalvo), vimos muchas fotos de Dora de Aragón, de Mariano y Ricardo Mayral, de los diversos presidentes o de visitantes ilustres como José Aced, Calvo Alfaro, Pablo Serrano, Ildefonso-Manuel Gil o Ángel Cañellas, entre otros. En Barcelona hacía mucho calor. Ayer, tras trabajar alrededor de cuatro horas, salí a dar un largo paseo por la Rambla, por diversas callejas, por plazoletas y parques, sin rumbo, por el placer de ver tiendas, casas, escaparates, por el puro placer de sentirme un viandante anónimo entre multitud de visitantes que hablan en inglés, francés, rumano, portugués o incluso gallego. Barcelona, especialmente en el Raval, tiene un olor especial: es la ciudad cosmopolita y dinámica, la ciudad del perpetuo asombro, ceñida sobre sí misma. Hacia las nueve, como quien cumple un modesto rito de amistad, me acerqué al café Zurich, donde me había citado algunas veces con Jesús Moncada.

Por la noche, en el Gran Lido, cené con espléndidos amigos: Toni Munné y Mónica Martín, Juan Villoro (que mide 1.92 y al que le llamé cariñosamente Julio Villoro: tiene un parentesco especial con La Portellada, de donde proceden sus antepasados, y tiene un parentesco de altura con Julio Cortázar; acaba de publicar ‘El libro salvaje’ en Siruela) y Mercedes Casanova, Ignacio Martínez de Pisón, Paula Cifuentes y Malcom Otero Barral, que dirige con el infatigable Joan Barril la colección Barril y Barral, donde Paula, bella y talentosa y dulce, coordina una colección de literatura libertina. Fue una cena deliciosa donde se habló de todo y se rió de mucho más, una de esas cenas que justifican la amistad y el cariño; asomaron a la tertulia algunas mujeres bonitas, entre ellas Isabel Fonseca, muchos escritores, muchos libros, mucha gastronomía y algo de fútbol. Si Juan Villoro anda por ahí, el fútbol es inevitable. El fútbol, Guardiola o incluso el Real Zaragoza, si entre los comensales está Ignacio Martínez de Pisón, el antidivo de las letras españolas, el mejor embajador de cualquier parranda. Se habló por cierto, con muchísimo cariño y ternura, de Llullu Serra, el hijo de Marius Serra que había fallecido esa tarde y al que su padre le había dedicado un libro conmovedor: ‘Quieto’ (Anagrama). Esa noche, Toni Munné, nada trasnochador, se permitió retrasar su sueño y en ‘El giardineto’, por donde andaba Beatriz de Moura y Gonzalo Herralde (el director de ‘Últimas tardes con Teresa’, que tanto nos gusta a Pisón y a mí), elogió el talento, el sentido dialéctico y la narrativa de Mario Vargas Llosa. La bella Mónica asentía. Vargas Llosa se merece el Nobel. Ella lo decía enfundada en su traje negro, tocado de una muselina naranja, con esa elegancia que acompaña su infatigable sonrisa.

 

La mañana del sábado regresé al Centro Aragonés. Hemos visto más fotos, reportajes, artículos de prensa, fragmentos de la historia, notas sobre la emigración, una crónica del Orfeón Goya o los infinitos reportajes del montañero Masagué y su esposa Pilar García Villas. Y hacia las dos, Cruz Barrio, que es la memoria y el entusiasmo del Centro Aragonés, y yo nos fuimos a ver la exposición del CCCB ‘El segle del jazz’, una muestra deslumbrante que propone un recorrido por casi dos siglos de esta modalidad musical a la luz del arte. La muestra, época a época, recorre los grandes periodos, las características, los intérpretes, y vincula ese fenómeno maravilloso con la pintura, el dibujo, la fotografía, el cine, el diseño, el documental, la videocreación e incluso la vida cotidiana. Se ven discos, carpetas, caricaturas, carteles, publicidad, fragmentos de bailes como el de Josephine Baker, etc. y es importante el acercamiento de los artistas catalanes, en particular Tàpies y Guinovart. En ‘Once pares de botas’ de Rovira Beleta se ve un instante el debú de un jovencísimo Tete Montoliu al piano. Se oye la música todo el rato y dan ganas de bailar y ser rabiosamente feliz viajando en el tiempo al corazón de África y de Nueva Orleans.

 

Compré el precioso catálogo. Y lo ojeé en el tren. Es estupendo. Hay obras absolutamente maravillosas: las del mexicano Covarrubias, las de Larry Rivers, las Leonard o, entre otras, ese retrato de Ralph Ellison que tomó Jeff Wall. Ese retrato es una despedida de una muestra inolvidable de la que escribía hace unos día, tan bellamente como siempre, Enrique Vila-Matas. Ese Enrique Vila-Matas oceánico que cambiará de sello editorial tantos años después. Antes lo hizo otro incondicional de Anagrama: Ignacio Martínez de Pisón. La vida sigue: a menudo más que los derechos de autor o el volumen de ventas, un escritor lo que que quiere, de entrada, es contar con el cariño y el respeto y un poco de afición de su editor.

*Traigo aquí este texto porque mi blog antoncastro.blogia.com está estropeado, no sé por qué, dice que no me reconoce, que no existe y me pide la contraseña de siempre y luego no la acepta. Misterios de los sistemas. Esta foto es de Jeff Wall: es el retrato de Ralph Ellison que  cierra la muestra. Es una maravilla; probablemente mi foto favorita de este artista.

 

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